Sin embargo, el intercambio de regalos por estas fechas navideñas tiene un origen cristiano auténtico. De la misma manera que los Magos llevan sus regalos al Niño nacido en Belén, también los creyentes manifiestan su agradecimiento a Dios, haciendo algún regalo a los niños, los pobres, los necesitados o los seres queridos.
Pero hay algo más profundo en el origen de la Navidad. El gran regalo que nos recuerdan estas fiestas es el que nos ha hecho el mismo Dios dándonos a su propio Hijo. El gran regalo para los hombres es Jesucristo. En Él «se nos ha manifestado la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres» (Tt 3, 4).
Desde ahí aprendemos los creyentes a regalar. No es posible creer en un Dios que ha querido compartir nuestros problemas y sufrimientos y organizar luego nuestra vida de manera individualista y egoísta, ajenos totalmente a las necesidades de los demás.
La solidaridad de Dios con los hombres es el cimiento más profundo que podemos concebir para la solidaridad y fraternidad entre los seres humanos. Un creyente no puede celebrar estas fiestas satisfecho, ni comer o cenar tranquilo, olvidando a todos esos hombres y mujeres para los que la Navidad no será motivo de fiesta sino algo que les recordará todavía con más crudeza su soledad, su vejez, su impotencia y sus angustias.
Las luces y estrellas de nuestra Navidad no hacen sino mostrar con más claridad la contradicción en que vivimos tantos hombres y mujeres, encerrados en nuestro propio egoísmo, demasiado alejados de un Dios Padre de todos y demasiado extraños a los que no viven para nuestros propios intereses.
La Navidad puede ayudamos a descubrir mejor el carácter interesado de nuestras ocupaciones y nuestras relaciones, y puede ser una llamada a vivir de manera más generosa y gratuita, colaborando en crear una sociedad más fraterna y solidaria.
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