Cuentan que un alpinista se preparó durante varios años para
conquistar el Aconcagua. Su desesperación por proeza era tal que, conociendo
todos los riesgos, inició su travesía sin compañeros, en busca de la gloria
sólo para él.
Caía a una velocidad vertiginosa, sólo podía ver veloces manchas
más oscuras que pasaban en la misma oscuridad y tenía la terrible sensación de
ser succionado por la gravedad. Seguía cayendo... y en esos angustiantes
momentos, pasaron por su mente todos los gratos y no tan gratos momentos de su
vida, pensaba que iba a morir, pero de repente sintió un tirón muy fuerte que
casi lo parte en dos...
Como todo alpinista experimentado, había clavado estacas de
seguridad con candados a una larguísima soga que lo amarraba de la cintura.
En esos momentos de quietud, suspendido por los aires sin ver
absolutamente nada en medio de la terrible oscuridad, no le quedo más que
gritar: "¡Ayúdame Dios mío, ayúdame Dios mío!".
De repente una voz grave y profunda de los cielos le contestó:
"¿Qué quieres que haga?"
Dios le preguntó: "¿Realmente crees que yo te puedo
salvar?"
"Por supuesto, Dios mío", respondió.
"Entonces, corta la cuerda que te sostiene", dijo
Dios.
Siguió un momento de silencio y quietud. El hombre se aferró más
a la cuerda y se puso a pensar sobre la propuesta de Dios...
Al día siguiente, el equipo de rescate que llegó en su búsqueda,
lo encontró muerto, congelado, agarrado con fuerza, con las dos manos a la
cuerda, colgado a sólo DOS METROS DEL SUELO...
El alpinista no fue capaz de cortar la cuerda y simplemente,
confiar en Dios.
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